En su evolución filosófica Ortega atraviesa sucesivas etapas. Su primera formación neokantiana y la influencia del racionalismo moderno, en especial el cartesiano, confluyen en su primera etapa objetivista, que sirve a Ortega como proclama crítica contra el atraso científico y cultural español. Defenderá la superioridad del pensamiento científico objetivo sobre la individualidad y subjetividad españolas, que tradicionalmente nos refugiaron en el arte y literatura. Acorde a la Fenomenología de Husserl, se trata de “volver a las cosas mismas” y desterrar todos los componentes distorsionantes que aporta la subjetividad. “Vale más un teorema que todos los funcionarios del Ministerio”, dirá. Se trata de distanciarse científicamente de la doxa subjetiva y pulir teóricamente las cosas para alcanzar su realidad objetiva.
Pero toda interpretación teórica necesariamente ancla en algún sistema: un mapa conceptual englobador que dota de sentido cualquier conjetura teórica sobre las cosas. Siguiendo a Hegel, la verdad solo puede existir en el sistema.
Ortega comparte igualmente en esta etapa la convicción de Descartes sobre la unidad del saber humano.
Esta primera etapa resultará pronto superada, a partir de sus Meditaciones sobre el Quijote, cuando Ortega descubre la circunstancialidad. Se inicia la segunda etapa: el Perspectivismo. Realiza un viraje radical respecto a ese realismo y objetivismo, pero sigue rechazando el subjetivismo idealista cuyo origen moderno Ortega incardina en el yo pienso cartesiano. Ahora entra en juego la influencia del vitalismo de Nietzsche, la consideración del “mundo de la vida” de la Fenomenología o el auge del existencialismo: el concepto vida pasa a ocupar el lugar central de la reflexión filosófica en Ortega. Y la vida consiste siempre en radical individualidad subjetiva que moldea un mundo de circunstancias, que a su vez la moldean a ella. Por tanto, punto de vista subjetivo y realidad circunstancial o circundante evolucionan inseparablemente, en conjunción dialéctica e histórica. Ambas sin exclusión conforman los vectores fundamentales de la realidad, que es siempre realidad vivida.
Ortega reniega así de su primera postura realista y objetivista que veía el error en la distorsión subjetiva: ahora declara lo subjetivo como inextirpable de lo real mismo en tanto que perspectiva. Lo real se manifiesta siempre tamizado desde algún aspecto marcado por lo histórico y subjetivo Pero al tiempo recusa el idealismo subjetivista que pretende derivar lo real a partir del sujeto pensante como si este pudiera preexistir autónomamente a sus propias circunstancias, sus eventos y contorno únicos e irrepetibles.
Así, “Donde está mi pupila no cabe ninguna otra… somos insustituibles”. De acuerdo con Ortega cada yo es un locus corporal a través del cual la realidad es capaz de hablar de sí misma.
Cada una de ellas –la perspectiva de los individuos, pueblos o culturas- es un “órgano indispensable de la verdad”. De modo que no existe un punto de vista objetivo y universal externo a las múltiples perspectivas, sino que la suma unificada de todas ellas conforma la verdad general. Cada una de ellas representa una porción de la verdad, una expresión válida de lo real desde sus coordenadas vitales y espirituales propias. Toda realidad se presenta poliédrica, en múltiples perspectivas no contradictorias entre ellas sino siempre complementarias unas de otras: todo paisaje es la unificación en marcha de todas sus perspectivas.
Aquí entra en juego el que Ortega denomina Principio de Pantonomía: la conexión íntima a todas las escalas entre lo local y lo global. Las perspectivas individuales y las colectivas e históricas trazando un mismo relato universal.
El racionalismo clásico pretendía optar a una verdad atemporal, universalmente válida e inmutable –el punto de vista divino para los viejos racionalistas- y desaguaba en teorías abstractas sin conexión con el ámbito vital y concreto de lo humano; el escepticismo y relativismo niegan un asidero permanente tras la fugacidad de los fenómenos, y renuncian a hacer teoría y alcanzar alguna verdad. El perspectivismo orteguiano pretende superar ambas con una noción de la verdad como algo que va construyéndose progresivamente, unificando y asimilando las diversas perspectivas ancladas a lo subjetivo, histórico y concreto. Lo cual redunda en una concepción de la tolerancia entre perspectivas diversas como motor de búsqueda de la verdad.
Su última etapa de madurez filosófica, sintetizada en El Tema de nuestro tiempo, profundiza en los fundamentos de este perspectivismo hasta sus últimas consecuencias, y desemboca en lo que Ortega mismo define como Raciovitalismo. Se trata de conjugar vida y razón, superando críticamente las contradicciones que la tradición filosófica tanto racionalista como vitalista establecen entre ellas. Del racionalismo rechaza su tendencia totalizadora que sobrepasa sus propios límites: siendo la razón una expresión y producto de la vida misma, al pretender abarcar y agotar la totalidad de lo real exhibe una ceguera vital sobre los aspectos irracionales e incomprensibles inherentes a la existencia.
Por otra parte, Ortega toma distancia tanto del vitalismo biologicista, para el que la comprensión de la realidad humana no requiere más fundamentos que los biológicos, apostando por un sentido biográfico de la vida, como se aparta del vitalismo de Bergson en el que la razón enraíza en una intuición inmediata desde la vivencia interna.
Ortega propugna una razón vital: una razón expresión de la propia vida. Una expresión vital organizativa, siempre constreñida por los límites de lo irracional: una isla en medio del magma vital. Lo que lejos de arrumbarla a un segundo plano la vuelve imprescindible para pensar tales límites, para que la vida se piense a sí misma. La vida es la realidad radical, la raíz de lo real, sentencia Ortega: la razón deja de ser legisladora de la vida pero cumple el necesario papel de su imprescindible cronista.
Así, más fundamentales que las categorías de la razón pura, operan las categorías de la vida: sentirse vivir, ser con las cosas y los otros, y ser proyección de nuestra libertad.
Así, más fundamentales que las categorías de la razón pura, operan las categorías de la vida: sentirse vivir, ser con las cosas y los otros, y ser proyección de nuestra libertad.
Paralelamente al existencialismo de Heidegger, para quien el hombre es ser-en-el-mundo, arrojado a este, Ortega aclara que vivir es ser con las cosas, y así como según estos existencialistas somos proyecto –siempre proyectados hacia lo que queremos ser- Ortega nos definirá como perpetua futurición y quehacer respecto al mundo.
Finalmente, Ortega desembocará su raciovitalismo hacia una concepción de la razón vital como razón histórica: la realidad y la verdad vitales, siempre dinámicas y evolutivas, vienen necesariamente limitadas por el horizonte histórico de cada época, que marca sus puntos ciegos e imposibilidades así como su histórico preñarse de oportunidades. Como ocurre con nuestro aparato perceptivo que debe ser ciego a casi todo para seleccionar lo relevante y crear sentido, así opera el marco comprensivo de cada época histórica y cada cultura, afirma. Tanto en las ideas que pensamos como en el marco de creencias desde el que las pensamos, que forman el suelo nutricio de nuestro ser.
Ortega incluso descenderá a concretarlo al nivel de las generaciones históricas: la superación que cada generación efectúa sobre las perspectivas de las anteriores, tanto negándose a unas como reavivando otras en según qué casos.
En esta concepción final, Ortega en la misma línea existencialista sostendrá que no hay una Naturaleza humana, universal e inmutable, sino que somos radicalmente históricos: nuestra pertenencia a nuestra época y sus límites constituye nuestra radical esencia, nuestro fundamento espiritual.
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