sábado, 6 de julio de 2019

7. De los errores de Descartes

 
En la incipiente era industrial y de la Revolución de la Ciencia Moderna el Universo, que los griegos entendían como un sistema orgánico, pasará ahora a leerse como una maquinaria determinista y calculable.
Para el Racionalismo moderno el conocimiento matemático sigue constituyendo el paradigma o modelo de conocimiento racional, respecto al cual referenciarse cualquier saber que se pretenda riguroso. Pero ahora no se trata solo del saber geométrico griego sino también del análisis y el álgebra modernos, a cuyo lenguaje analítico el propio Descartes tradujo la geometría con el desarrollo de su sistema de ejes cartesianos, y que se integra como herramienta básica de la revolución científica coronada por la Física de Galileo, Kepler y Newton.
La cuestión del método (camino organizado y riguroso) para acceder a la verdad adopta un protagonismo no solo instrumental sino sustancial en la filosofía de estos autores, como lo había sido para Platón. Spinoza escribe su monumental Etica “demonstrata more geométrico”, a la manera de la Geometría de Euclides: partiendo de un puñado de definiciones y principios deduce rigurosamente el resto de verdades filosóficas (como en los Elementos de Euclides a partir de los axiomas se deriva deductivamente el conjunto de teoremas).


En general, lo común a estos racionalistas modernos es la convicción de que el edificio del conocimiento puede derivarse de unos pocos principios universales y autoevidentes (su verdad no depende de verdades previas sino que emana y se sustenta en ellos mismos). Así el racionalismo moderno prolonga del racionalismo griego la confianza metafísica en el carácter inteligible de la realidad: lo cual permite conocerla, captarla en profundidad mediante el uso de la Razón.
Galileo afirmará que el universo está escrito en lenguaje matemático y que conocerlo es conocer la Mente divina, con la que compartimos innatamente tal capacidad. El mismo innatismo de estos filósofos racionalistas. Este pitagorismo moderno establece que las propiedades primarias y objetivas de las cosas son de carácter matemático, y el resto de cualidades sensibles son secundarias y subjetivas. La metáfora del Dios-Ingeniero / Universo-Maquinaria resume la potente influencia en las nuevas ideas de aquellos ingenieros renacentistas como Leonardo, que habían diseñado y mejorado transporte y maquinaria de guerra para los príncipes expansionistas, la base tecnológica para la posterior colonización europea del mundo.


 
Leibniz, como Descartes gran matemático además de filósofo, desarrolla el cálculo diferencial en paralelo al de la Mecánica de Newton (conservándose hoy su notación) y como buen racionalista sueña con un lenguaje lógico universal que permita dirimir los debates de manera mecánica y deductiva (no discutamos señor: calculemos), lo que le convierte en precursor de la lógica moderna y la inteligencia artificial.
Habrá que esperar al siglo XVIII para que el tradicional empirismo anglosajón, que venía ya desde el Medievo y renace con Locke en este S. XVII, logre eclipsar y oponer un sistema de pensamiento escéptico respecto al racionalismo totalizador de estos sistemas filosóficos, desde una mentalidad empírica y práctica basada en las ciencias naturales y sociales, e industrias y tecnologías que pondrán las bases de la Revolución industrial británica y su supremacía colonial-imperial: una actitud antimetafísica y tecnófila que imitarán los ilustrados franceses de la Enciclopedia.



Descartes parte de una concepción unitaria de la Razón y establece la unidad de Razón y método. Aquella revolución científica del S.XVII prorrumpe en una creciente diversificación de múltiples ciencias particulares pero la Razón es única y troncal: la misma y común para todos los hombres y ramas del conocimiento (por definición, dice Descartes, el sentido común es el más repartido de los sentidos o facultades). Por tanto resulta ineludible conocer su estructura y funcionamiento. Quien esté interesado en el desarrollo racional debe entregarse al análisis filosófico antes que a cualquier ciencia particular, afirma Descartes.


En sus Reglas para la dirección del espíritu establece las bases de este análisis. El conocimiento racional parte siempre de la intuición: la captación inmediata de las naturalezas u objetos simples inherentes a la Razón, los inmediatamente derivados de la propia luz natural de la Razón. Las ideas más básicas y universales, incluso constitutivas de la Razón misma. Descartes afirma que se distinguen por su claridad (su captación nítida) y distinción (su diferenciación lógica sin mezcla de otras ideas). A partir de estas intuiciones autoevidentes la Razón opera por deducción -en largas cadenas de intuiciones conectadas lógicamente- hacia los conceptos más complejos en una suerte de Mecánica mental con sus propias leyes, análoga a la del Universo mecánico en que los átomos simples componen estructuras complejas siguiendo leyes físicas. El dinamismo interno del conocimiento recorre así la escala simplicidad-complejidad en ambos sentidos: mediante el Análisis alcanza primero lo más simple y general desmenuzando lo complejo; y luego desde ahí reconstruye deductivamente lo complejo ya depurado, mediante la Síntesis.


 
Descartes en efecto adapta para la filosofía el viejo método de los geómetras del análisis-composición. En la parte II del Discurso del método Descartes vuelve a incluirlas entre las cuatro reglas del método: Primera la exigencia de evidencia, el cuestionamiento y depuración de aquellas ideas confusas o dudosas: he aquí el escepticismo metódico. Segunda regla, el Análisis. Tercera, la Síntesis. Y por último, como cuarta regla el recuento o repaso de los pasos previos para garantizar la ausencia de errores. Procedimientos metodológicamente inspirados en la Lógica y el Análisis matemático, ciencias de las que Descartes afirma en esta parte II o que adolecen de conducirnos siempre a resultados ya conocidos, o que nos pierden en la abstracción simbólica, mientras que ahora se enfoca con un afán filosóficamente constructivo.
 

En la parte IV del Discurso del Método, Descartes resume el proceder de la Duda metódica en busca de una certeza incuestionable. Se trata de poner en cuestión todos los saberes heredados por tradición, someter individualmente toda opinión al tribunal de la Razón –como suscribirá Kant- lo que convierte a Descartes en el símbolo inaugural y referente del libre examen racional para la posterior Ilustración librepensante del siglo XVIII. En todo caso el objetivo de tal escepticismo es metódico y meramente instrumental: obtener por eliminación una idea que resista a cualquier sombra de duda, un conocimiento indudable.
Descartes comienza dudando del testimonio de los sentidos: todo cuanto percibimos podría ser un ilusorio delirio de mi mente, o un sueño vívido del que aún no despertamos –una idea muy del Barroco: la vida es sueño para Calderón, una historia narrada por un idiota llena de ruido y furia sin sentido, según Shakespeare, para Pascal un rey que siempre soñara ser un mendigo es lo mismo que un mendigo que siempre soñara ser rey-.


Descartes afianza así la vieja desconfianza racionalista sobre los sentidos. El empirista Ayer le replica en el siglo XX: solo podemos saber que los sentidos nos engañan a veces porque hemos contrastado esa información errónea con otra fiable ¡que proviene de los mismos sentidos! Luego se deduce lo contrario: de saber eso es porque los sentidos proporcionan información válida el resto de ocasiones. 


Más radicalmente aún, cuestiona incluso la evidencia de las verdades matemáticas postulando la posibilidad hipotética de un genio maligno que nos engañara al respecto. Llegado a ese punto de escepticismo radical, entonces Descartes se percata de que en este fingimiento de inexistencia de todo queda un poso del que no cabe dudar: la existencia del sujeto que piensa, duda o finge todo eso. Existe en tanto que pensante. No se puede lógicamente dudar de estar dudando, dudar de existir mientras se piensa o duda. El célebre cogito ergo sum (pienso luego existo), de inspiración agustiniana, se convierte en esa piedra angular desde la que edificar el resto de verdades, además de servir de prototipo de idea clara y distinta con que compararse el resto.


Pero seguimos sin tener certeza de la existencia de un mundo material externo a mi mente, incluido mi cuerpo, o de la existencia de otras conciencias. En todo caso Kant afirmará un siglo después que a toda representación de la conciencia le viene adherido el yo pienso como un trascendental.
Para escapar del solipsismo (solo existo yo y el resto son productos de mi mente) Descartes trata de demostrar la evidencia de la existencia de Dios, que anuncia tan primitiva e inmediata como la del sujeto que piensa. Para ello empleará varias vías. La idea de Dios implica una realidad infinita, luego no puede haber sido generada por mi mente finita, sino que su origen debe residir en una causa infinita: solo Dios puede haber inoculado la idea de sí mismo en nuestras mentes. Descartes incide además en la convicción neoplatónica de que lo imperfecto y finito se define por negación, ausencia o recorte en nuestras mentes de esa idea de perfección o infinitud. Otro argumento clásico que emplea es el argumento ontológico del medieval Anselmo –si Dios es lo más perfecto que puedo concebir, debo concebirlo como existente por definición: negar su existencia sería contradictorio- en el cual se pretende deducir la existencia a partir de la esencia o definición de Dios.


 
Una tentación idealista, según estamos viendo, que resulta muy afín al racionalismo metafísico: lo hará Spinoza deduciendo toda existencia a partir de la definición de sustancia infinita y cabe remontarlo a Agustín y los neoplatónicos. Igualmente Descartes distingue entre res infinita (Dios) en cuya bondad cabe confiar para asumir la existencia de un mundo material externo obra suya, y la sustancia o res finita derivada de ella, que el dualismo cartesiano diversifica en dos: la res cogitans (sustancia mental o pensante) y res extensa (sustancia material extendida en el espacio, ese espacio geométricamente uniforme en un universo mecanicista y calculable matemáticamente). El problema de este dualismo cuerpo-mente será cómo conectar pensamientos con acciones corporales: la hipótesis cartesiana será que la glándula pineal del cerebro hace de interfaz entre pensamiento y materia.
 
 

En resumen, el punto de partida de Descartes radica en el análisis de los ingredientes y procesos racionales, desde los cuales y solo desde ellos acceder fiablemente a la estructura de lo real: aspira pues a la verdad ontológica desde la sólida base del análisis epistemológico. En dicho análisis vemos cómo ya se perfila tácitamente el innatismo: existen verdades inherentes y connaturales a la Razón misma, previas a toda experiencia y que son el suelo sólido sobre el que edificar el conocimiento, algo que terminará de justificar su Discurso del Método. 


 
Podemos comprobar además en Descartes el inaugural giro subjetivista moderno frente al objetivismo ontológico de los antiguos: el análisis filosófico trabaja ahora en torno a las estructuras de conocimiento del sujeto pensante, en lugar de partir de las propiedades objetivas de la cosa conocida. Las ideas designan a partir de la Modernidad contenidos mentales y no realidades independientes de nuestro pensar: para Descartes poseen objetividad en tanto que portan un contenido representativo, al tiempo que conllevan una dimensión subjetiva ineludible como meras realidades mentales del sujeto. Distinguirá, junto con las ideas innatas, entre adventicias (las que advienen de los sentidos) y facticias (fabricadas por combinación artificial de otras previas).
Entre las ideas innatas, las racionalmente fundamentales, Descartes incardina su propia existencia pensante y la existencia de Dios que hemos visto que se seguirían de la propia luz racional. Y para las realidades materiales y mentales el papel de fundamentos lo cumplen las ideas de espacio y tiempo -cualidades matemáticas o primarias que nos quedan después de eliminar el aspecto secundario, sensitivo de las cosas- que serán precisamente los a priori perceptivos para Kant. Así como los conceptos de materia y movimiento serán los ejes básicos, según Descartes, para explicar físicamente ese universo material y mecánico.
 
 
 
Chomsky prolonga en la segunda mitad del s. XX, además de una convicción dualista cartesiana, la rama lingüística del innatismo con su revolucionaria gramática generativa, que presupone una base de universales y estructuras lingüísticas común a todas las lenguas humanas, algo que la neurociencia apoyará décadas después. La misma neurociencia que estudia seriamente hoy la posibilidad de que la idea de Dios sea innata pero que le replica a Descartes la idea de la unidad cerebral en una sede del yo: nuestro cerebro es modular, y nuestro yo deja de consistir en un puesto central de control y se convierte ahora en un precipitado de diversos módulos y herramientas cerebrales negociando colectivamente (Damasio: El error de Descartes).

 

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