En sus años de estudiante Nietzsche queda impactado por El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Este pionero del vitalismo defiende que el mundo es la expresión plástica, fenoménica, de una ciega e irracional voluntad de vivir que permea y alienta en las cosas. Esta voluntad carece de sentido o dirección alguna más allá de su propio expresarse y propagarse a través de los seres individuales, sus instrumentos desechables. Todo ser vivo es voluntad siempre insatisfecha, decepcionada y dolorosa. El hombre es el único capaz de hacerse consciente de la ausencia de finalidad o sentido de la vida: su carácter trágico. Se trata de una metafísica intensamente pesimista de la existencia. El goce estético, la contemplación de la belleza, nos libera del dolor de la existencia momentáneamente; pero la única salvación radica en la renuncia total al deseo, la voluntaria renuncia a la voluntad camino al nirvana (la nada) budista.
Nietzsche se abocará a una superación del pesimismo de Schopenhauer. Renegará de su claudicante negación de la vida para oponerle una visión creadora y afirmativa de ese carácter trágico. Preservará su convicción de que los conceptos filosóficos fundamentales no son ya el ser o la razón, sino la propia vida como insalvable horizonte de existencia, más allá de su mero sentido biológico: una fuerza irracional, instintiva y ciegamente creadora de la que se derivan nuestros valores humanos, nuestras decisiones, interpretaciones e ilusiones cognitivas. En especial, la ilusión metafísica típicamente occidental que instala lo racional en el corazón de lo real. La voluntad de vida schopenhaueriana queda redefinida y superada como afirmativa voluntad de poder: la tendencia universal de todo lo vivo a crecer superando obstáculos, a celebrar la propia vida en sus triunfos sublimadores del dolor (lo que remite a la potencia de ser y a la alegría entendida como apertura de posibilidades en Spinoza, a quien Nietzsche admiraba). El célebre sí a la vida nietzscheano: no pese a su carácter trágico sino precisamente por ello mismo.
Igualmente resulta difícil no escuchar los ecos de la triunfante concepción evolucionista darwiniana de la época, en la que el sombrío juego competitivo por los recursos y la reproducción premia con más vida y legado a los mejor adaptados (“Y no obstante hay grandeza en esta visión de la vida”, terminaba Darwin su Origen de las especies).
El primer Nietzsche, filólogo clásico, aborda su primer pensamiento original en su tesis doctoral: El nacimiento de la tragedia. Allí desmonta los prejuicios europeos heredados durante siglos, para los que Grecia simbolizaba la cuna del racionalismo, la mesura, el equilibrio, la simetría y la belleza proporcionada. Según Nietzsche, rasgos de su vertiente apolínea –rasgos del luminoso dios Apolo del conocimiento y la razón- en sus ciencias o artes plásticas glorificadas por el falsificador y cristiano Occidente, sin embargo ciego para su poderoso otro aspecto dionisíaco expresado en su arte trágico o en el espíritu de la música. Dionisos expresa la ebriedad y desmesura, la colectividad orgiástica frente a la diferenciada individuación: refleja el fondo incontrolable, oscuro e indiferenciado de la vida. En el ser humano implica las pulsiones animales que laten bajo los mentirosos ropajes culturales de civilización, racionalidad y contención –de nuevo el darwinismo y su polémica afirmación de que somos producto de la evolución animal; y décadas más tarde, la influencia de esta idea para el psicoanálisis de Freud-.
Después, la filosofía nietzscheana irá recorriendo el camino de una profunda crítica de los fundamentos de la metafísica occidental –crítica a la razón, a la moral, al lenguaje, a la ciencia- los cuales incardina en la tradición judeocristiana en conjunción con el platonismo: fuerzas espirituales decadentes que vinieron a degradar la exuberante vitalidad trágica de la Grecia presocrática. Con el racionalismo socrático-platónico aparecen los primeros signos de cansancio, y su fusión posterior con los valores cristianos desemboca en una concepción forjada desde instintos débiles, enfermizos, resentidos que se vuelven contra los propios valores vitales. Contra sí mismos.
En su Verdad y mentira en sentido extramoral Nietzsche se empleará en desmontar la creencia en las verdades objetivas reduciéndolas a meros engaños del lenguaje, ese “ejército de metáforas en movimiento”: un engaño que termina hipostasiando y cosificando tales metáforas en ilusorias realidades independientes y objetivas. Quedamos así atrapados en nuestras propias telarañas conceptuales y acabamos confundiendo nuestro mapa de conceptos con el fluido territorio. La estaticidad de los conceptos conduce a la ilusión de entidades estables en una realidad dinámica y conflictiva donde no existen tales. El concepto mesa nos hace creer que la mesa real es algo estable y no un proceso o devenir. En este punto Nietzsche expresará siempre su veneración por Heráclito, en tanto que filósofo del cambio, la contradicción y la guerra eterna.
Asimismo lo que en otros textos llama voluntad de verdad de los filósofos expresa, según Nietzsche, una ficción que esconde una soterrada voluntad de poder decadente. Sus conceptos momificados como ser, sustancia, causa, voluntad individual o yo en lo ontológico, o categoría, verdad o mentira en lo epistemológico, consisten en cáscaras o ficciones vacías que carecen de correlato real. El hombre es el animal que miente, dirá Nietzsche. La mayor mentira o ficción termina siendo la creencia en alguna verdad objetiva que oponer a las mentiras o ficciones tejidas colectivamente por el juego de voluntades subjetivas, expresiones diversas de la vida en pugna unas con otras. La razón es solo otro instrumento de dominación más.
Por tanto, la verdad pende de la perspectiva vital, no de un reino universal y objetivo. Finalmente todo es interpretación: una ficticia arquitectura de sentido en que se expresa lo real, siempre determinada por la posición y fuerzas vitales que atraviesan al sujeto vivo. Tras cada teoría filosófica, incluso científica, debemos rastrear los secretos aspectos vitales y biográficos que expresan, mediante lo que Nietzsche llama genealogía filosófica.
En conclusión: No existe un punto de vista privilegiado, universal y objetivo, diferente a los que propicia la vida misma. Tal ha sido siempre la gran ilusión de la Razón de los filósofos: incluso la lógica será “la mayor de las ficciones”. El consenso conceptual mediante el que tratamos de domesticar y sistematizar una realidad indomeñable y caótica.
Análogamente la ciencia juega a sus propias ficciones cuantificables, "ficciones útiles", y se enclaustra en el reduccionismo conceptual y matemático. Frente a los filósofos depreciadores de lo sensible y momificadores conceptuales de lo vivo, Nietzsche siempre alabará al artista trágico, dionisíaco, capaz de sublimar desde lo sensible mismo el fondo abismal de la existencia.
Análogamente la ciencia juega a sus propias ficciones cuantificables, "ficciones útiles", y se enclaustra en el reduccionismo conceptual y matemático. Frente a los filósofos depreciadores de lo sensible y momificadores conceptuales de lo vivo, Nietzsche siempre alabará al artista trágico, dionisíaco, capaz de sublimar desde lo sensible mismo el fondo abismal de la existencia.
La Historia de la filosofía es la historia de un error que empieza con el intelectualismo y logicismo de Sócrates, sostiene Nietzsche, y que desemboca en un Platón que eleva las ideas al rango de originarias realidades objetivas y eternas, independientes del devenir o acontecer cambiante, que se limitaría a reflejarlas. Esta es “la ilusión del mundo verdadero” frente al “mundo aparente”, que en su trasfondo expresa un ánimo calumnioso contra la realidad sensible y cambiante, contra el dolor y el placer, contra la trágica finitud y el dinamismo creador-destructor de la vida. Un instinto débil e injurioso contra la única vida que hay tal como es realmente. Así, las características de ese presunto mundo verdadero –el mundo trascendente de las Ideas platónicas coronadas por el Bien, o del reino espiritual cristiano coronado por Dios- se obtienen ontológicamente por negación sistemática de las auténticas características de lo real, de la única vida. Si la realidad es finita, sensible, conflictiva y dinámica, está hecha de carencia y dolorosa tensión, esa realidad metafísica inventada se define por la atemporalidad, abstracción, quietud, plenitud o infinitud. Todo a lo que los filósofos llamaron Ser, condenando lo real y sensible a la condición de aparente o irreal engaño, y proclamando una soberbia e impostada condena y desconfianza de los sentidos.
En realidad, puesto que tales características del ser se obtienen por negación de lo real y existente, codifican las características de la Nada. Esta es la gran inversión ontológica y epistemológica del inmanentismo de Nietzsche negador de la vieja trascendencia metafísica, eje de su transmutación general de todos los valores. En ese sentido el budismo (“religión para hombres tardíos”) representa un nihilismo (sustento o afán de nada) coherente, mientras que el cristianismo atrapado en su mala fe no lo reconoce en sus propias entrañas.
De modo que al anunciar la muerte de Dios y la era del nihilismo, Nietzsche no solo establece la gran crisis moral de Occidente sino el comienzo del fin de un nihilismo metafísico que al fin se reconoce como tal, y que tras un duro vacío de postración anuncia que debe ser superado por un nihilismo trágico afirmativo y creador encarnado en la figura del superhombre.
También en este sentido metafísicamente contestatario puede entenderse en Nietzsche su Eterno retorno de lo mismo: como un símbolo de la santificación y eternización de nuestra existencia finita, sensible y cambiante, siempre despreciada por el platonismo occidental, en un ciclo eterno en que se reafirmaría infinitamente a sí misma. Cada una de nuestras vivencias se viene repitiendo desde siempre y para siempre. Habitamos ya nuestra eternidad.
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