El objeto es percibido y pensado indistintamente. La sensación aparece organizada por el pensamiento, el pensamiento aparece cargado de percepción. En palabras de Kant la sensación sola es ciega, el concepto que no enraíza en la sensación, vacío.
Kant busca determinar las condiciones universales que hacen posible una y otro. Las llamará formas a priori y las instalará en el sistema cognitivo del sujeto, tal es su idealismo que llama objetivo.
Espacio y tiempo son esas condiciones universales y necesarias que posibilitan la percepción del objeto, que siempre se muestra localizado espacio-temporalmente. La presencia de esas formas a priori, espacio y tiempo, en el aparato del sujeto le permiten un conocimiento universal y a priori de tipo matemático: la geometría para el espacio, la aritmética para la sucesividad temporal numerable. Esta es su manera de justificar su carácter universal y necesario como ciencias. En cualquier caso el sujeto moldea el objeto a partir de un magma incognoscible.
Por otro lado, las formas a priori del entendimiento, que conceptualiza el objeto, resultan doce categorías, inspiradas en las aristotélicas, que nos permiten conectar entre sí los conceptos empíricos de forma universal, como lo son la relación, la sustancialidad o la causalidad, formando los juicios universales de las ciencias naturales, como la física o la química, que condensan así lo universal y lo empírico.
El principio de inercia o el de acción-reacción que conforma la base de la física newtoniana encuentran su verdad necesaria en esas formas a priori o categorías de nuestro entendimiento, no las proporciona la experiencia por sí sola sino que más bien organizan racionalmente toda experiencia de objetos o procesos percibidos.
Esto significa que la realidad no es causal ni espacio-temporal más allá de su condición de fenómeno percibido y pensado por un sujeto. En principio resulta una afirmación muy poco sostenida por el conocimiento científico actual, generalmente materialista y objetivista, si exceptuamos versiones minoritarias como la interpretación idealista del experimento del gato de Schrödinger, en que es la conciencia del observador al abrir la caja la que zanja los estados cuánticos de existencia superpuestos para quedarse con el fáctico. O de afirmaciones de biólogos idealistas como la de Maturana, cuando afirmaba que el organismo alumbra un mundo.
El realismo parte de la premisa de que existe una realidad con independencia de que exista conciencia de ella. Y seguramente es de carácter físico tanto espacial y como temporal, o de que se trata de una realidad causal.
Espacialidad, temporalidad, causalidad son condiciones universales propias de la realidad, no impuestas exclusivamente por la conciencia. En esto el kantismo conecta con misticismos como el budista y otros que niegan la realidad del tiempo, o la propia realidad más allá de la conciencia.
La ciencia se ocupa de la realidad de las cosas, no de nuestra conciencia de ellas.
Más bien debe explicar nuestra propia conciencia como un conjunto de fenómenos electromagnéticos, nerviosos, informacionales insertos en la realidad.
Esas condiciones universales de posibilidad kantianas debe radicarlas en el origen real de las cosas, no en el aparato cognitivo del sujeto. En todo caso el sujeto ha adquirido por evolución cognitiva los esquemas adecuados que mejor se adaptan a las secciones de realidad con las que trata, lo que explicaría en su aparato cognitivo esos esquemas generales de forma innata. Entramos en la evolución de las especies.
De lo que no queda duda es de que habitamos una realidad representable mediante símbolos, como lo son nuestros conceptos.
Como ya vimos, la distinción adecuada es la vieja distinción griega entre apariencias y realidad. Si coincidieran plenamente, decía Marx, no requeriríamos de ciencia. Es decir de un complejo aparato conceptual avalado por la observación y experimentación.
El exponente palmario de esta concepción idealista lo constituyó Berkeley, arrastrando el empirismo subjetivista moderno hasta sus últimas consecuencias. Cuando el árbol cae no hay sonido sin un aparataje nervioso que lo perciba, ni siquiera el resto de propiedades perceptivas del árbol como tacto, forma o color. Lo que no implica que ocurran ahí una serie de fenómenos materiales y energéticos, que por ejemplo podrían captar otro tipo de aparatos, en formas de señales de luz, de energía acústica, etc.
El realismo ingenuo supone que las cosas son tal como aparecen. La ciencia rastrea las condiciones universales en que los fenómenos pueden terminar traduciéndose en el sonido del árbol cayendo en nuestro mapa cerebral, un verdadero ordenador de realidad virtual, un complejo simulador de escenas perceptivas a partir de los fenómenos.
Y tales condiciones son lo suficientemente universales como para que precedieran a la aparición tardía en la historia viva de observadores conscientes.
El idealismo pretendería poner el carro delante de los bueyes. Sabemos que la conciencia aparece en el universo a partir de cierto momento de suma complejidad. Colocarla al comienzo de todo suele deslizarnos hacia la teología: no en vano Berkeley fue obispo, aunque el pietista Kant derivase en agnóstico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario