sábado, 6 de julio de 2019

10. El idealismo de Kant


El objeto es percibido y pensado indistintamente. La sensación aparece organizada por el pensamiento, el pensamiento aparece cargado de percepción. En palabras de Kant la sensación sola es ciega, el concepto que no enraíza en la sensación, vacío.
 
 
Kant busca determinar las condiciones universales que hacen posible una y otro. Las llamará formas a priori y las instalará en el sistema cognitivo del sujeto, tal es su idealismo que llama objetivo.
Espacio y tiempo son esas condiciones universales y necesarias que posibilitan la percepción del objeto, que siempre se muestra localizado espacio-temporalmente. La presencia de esas formas a priori, espacio y tiempo, en el aparato del sujeto le permiten un conocimiento universal y a priori de tipo matemático: la geometría para el espacio, la aritmética para la sucesividad temporal numerable. Esta es su manera de justificar su carácter universal y necesario como ciencias. En cualquier caso el sujeto moldea el objeto a partir de un magma incognoscible.
 
 
Por otro lado, las formas a priori del entendimiento, que conceptualiza el objeto, resultan doce categorías, inspiradas en las aristotélicas, que nos permiten conectar entre sí los conceptos empíricos de forma universal, como lo son la relación, la sustancialidad o la causalidad, formando los juicios universales de las ciencias naturales, como la física o la química, que condensan así lo universal y lo empírico.
 
 
El principio de inercia o el de acción-reacción que conforma la base de la física newtoniana encuentran su verdad necesaria en esas formas a priori o categorías de nuestro entendimiento, no las proporciona la experiencia por sí sola sino que más bien organizan racionalmente toda experiencia de objetos o procesos percibidos.
 
 
 
Esto significa que la realidad no es causal ni espacio-temporal más allá de su condición de fenómeno percibido y pensado por un sujeto. En principio resulta una afirmación muy poco sostenida por el conocimiento científico actual, generalmente materialista y objetivista, si exceptuamos versiones minoritarias como la interpretación idealista del experimento del gato de Schrödinger, en que es la conciencia del observador al abrir la caja la que zanja los estados cuánticos de existencia superpuestos para quedarse con el fáctico. O de afirmaciones de biólogos idealistas como la de Maturana, cuando afirmaba que el organismo alumbra un mundo.
 
 
 
El realismo parte de la premisa de que existe una realidad con independencia de que exista conciencia de ella. Y seguramente es de carácter físico tanto espacial y como temporal, o de que se trata de una realidad causal.
Espacialidad, temporalidad, causalidad son condiciones universales propias de la realidad, no impuestas exclusivamente por la conciencia. En esto el kantismo conecta con misticismos como el budista y otros que niegan la realidad del tiempo, o la propia realidad más allá de la conciencia.
 
 
La ciencia se ocupa de la realidad de las cosas, no de nuestra conciencia de ellas.
Más bien debe explicar nuestra propia conciencia como un conjunto de fenómenos electromagnéticos, nerviosos, informacionales insertos en la realidad.
Esas condiciones universales de posibilidad kantianas debe radicarlas en el origen real de las cosas, no en el aparato cognitivo del sujeto. En todo caso el sujeto ha adquirido por evolución cognitiva los esquemas adecuados que mejor se adaptan a las secciones de realidad con las que trata, lo que explicaría en su aparato cognitivo esos esquemas generales de forma innata. Entramos en la evolución de las especies.
De lo que no queda duda es de que habitamos una realidad representable mediante símbolos, como lo son nuestros conceptos.
 
 
Como ya vimos, la distinción adecuada es la vieja distinción griega entre apariencias y realidad. Si coincidieran plenamente, decía Marx, no requeriríamos de ciencia. Es decir de un complejo aparato conceptual avalado por la observación y experimentación.
 
 
 
El exponente palmario de esta concepción idealista lo constituyó Berkeley, arrastrando el empirismo subjetivista moderno hasta sus últimas consecuencias. Cuando el árbol cae no hay sonido sin un aparataje nervioso que lo perciba, ni siquiera el resto de propiedades perceptivas del árbol como tacto, forma o color. Lo que no implica que ocurran ahí una serie de fenómenos materiales y energéticos, que por ejemplo podrían captar otro tipo de aparatos, en formas de señales de luz, de energía acústica, etc.
 
 
 
El realismo ingenuo supone que las cosas son tal como aparecen. La ciencia rastrea las condiciones universales en que los fenómenos pueden terminar traduciéndose en el sonido del árbol cayendo en nuestro mapa cerebral, un verdadero ordenador de realidad virtual, un complejo simulador de escenas perceptivas a partir de los fenómenos.
Y tales condiciones son lo suficientemente universales como para que precedieran a la aparición tardía en la historia viva de observadores conscientes.
 
 
El idealismo pretendería poner el carro delante de los bueyes. Sabemos que la conciencia aparece en el universo a partir de cierto momento de suma complejidad. Colocarla al comienzo de todo suele deslizarnos hacia la teología: no en vano Berkeley fue obispo, aunque el pietista Kant derivase en agnóstico.
 
 
 
 

9. El perspectivismo de Ortega

 
En su evolución filosófica Ortega atraviesa sucesivas etapas. Su primera formación neokantiana y la influencia del racionalismo moderno, en especial el cartesiano, confluyen en su primera etapa objetivista, que sirve a Ortega como proclama crítica contra el atraso científico y cultural español. Defenderá la superioridad del pensamiento científico objetivo sobre la individualidad y subjetividad españolas, que tradicionalmente nos refugiaron en el arte y literatura. Acorde a la Fenomenología de Husserl, se trata de “volver a las cosas mismas” y desterrar todos los componentes distorsionantes que aporta la subjetividad. “Vale más un teorema que todos los funcionarios del Ministerio”, dirá. Se trata de distanciarse científicamente de la doxa subjetiva y pulir teóricamente las cosas para alcanzar su realidad objetiva.
 
 
Pero toda interpretación teórica necesariamente ancla en algún sistema: un mapa conceptual englobador que dota de sentido cualquier conjetura teórica sobre las cosas. Siguiendo a Hegel, la verdad solo puede existir en el sistema.
Ortega comparte igualmente en esta etapa la convicción de Descartes sobre la unidad del saber humano.

 
Esta primera etapa resultará pronto superada, a partir de sus Meditaciones sobre el Quijote, cuando Ortega descubre la circunstancialidad. Se inicia la segunda etapa: el Perspectivismo. Realiza un viraje radical respecto a ese realismo y objetivismo, pero sigue rechazando el subjetivismo idealista cuyo origen moderno Ortega incardina en el yo pienso cartesiano. Ahora entra en juego la influencia del vitalismo de Nietzsche, la consideración del “mundo de la vida” de la Fenomenología o el auge del existencialismo: el concepto vida pasa a ocupar el lugar central de la reflexión filosófica en Ortega. Y la vida consiste siempre en radical individualidad subjetiva que moldea un mundo de circunstancias, que a su vez la moldean a ella. Por tanto, punto de vista subjetivo y realidad circunstancial o circundante evolucionan inseparablemente, en conjunción dialéctica e histórica. Ambas sin exclusión conforman los vectores fundamentales de la realidad, que es siempre realidad vivida.
 
 
Resulta tan artificial pensar aisladamente el yo subjetivo -si no es volcado sobre las cosas o en medio de su circunstancia individual, cultural e histórica- como lo es pensar las cosas mismas desligadas de cualquier punto de vista subjetivo. Por tanto, el entramado de la realidad misma es perspectiva: un punto de vista que ilumina lo real desde un determinado sentido propio e intransferible.
Ortega reniega así de su primera postura realista y objetivista que veía el error en la distorsión subjetiva: ahora declara lo subjetivo como inextirpable de lo real mismo en tanto que perspectiva. Lo real se manifiesta siempre tamizado desde algún aspecto marcado por lo histórico y subjetivo Pero al tiempo recusa el idealismo subjetivista que pretende derivar lo real a partir del sujeto pensante como si este pudiera preexistir autónomamente a sus propias circunstancias, sus eventos y contorno únicos e irrepetibles. 
 

Así, “Donde está mi pupila no cabe ninguna otra… somos insustituibles”. De acuerdo con Ortega cada yo es un locus corporal a través del cual la realidad es capaz de hablar de sí misma.
Cada una de ellas –la perspectiva de los individuos, pueblos o culturas- es un “órgano indispensable de la verdad”. De modo que no existe un punto de vista objetivo y universal externo a las múltiples perspectivas, sino que la suma unificada de todas ellas conforma la verdad general. Cada una de ellas representa una porción de la verdad, una expresión válida de lo real desde sus coordenadas vitales y espirituales propias. Toda realidad se presenta poliédrica, en múltiples perspectivas no contradictorias entre ellas sino siempre complementarias unas de otras: todo paisaje es la unificación en marcha de todas sus perspectivas.


Aquí entra en juego el que Ortega denomina Principio de Pantonomía: la conexión íntima a todas las escalas entre lo local y lo global. Las perspectivas individuales y las colectivas e históricas trazando un mismo relato universal.


El racionalismo clásico pretendía optar a una verdad atemporal, universalmente válida e inmutable –el punto de vista divino para los viejos racionalistas- y desaguaba en teorías abstractas sin conexión con el ámbito vital y concreto de lo humano; el escepticismo y relativismo niegan un asidero permanente tras la fugacidad de los fenómenos, y renuncian a hacer teoría y alcanzar alguna verdad. El perspectivismo orteguiano pretende superar ambas con una noción de la verdad como algo que va construyéndose progresivamente, unificando y asimilando las diversas perspectivas ancladas a lo subjetivo, histórico y concreto. Lo cual redunda en una concepción de la tolerancia entre perspectivas diversas como motor de búsqueda de la verdad.



Su última etapa de madurez filosófica, sintetizada en El Tema de nuestro tiempo, profundiza en los fundamentos de este perspectivismo hasta sus últimas consecuencias, y desemboca en lo que Ortega mismo define como Raciovitalismo. Se trata de conjugar vida y razón, superando críticamente las contradicciones que la tradición filosófica tanto racionalista como vitalista establecen entre ellas. Del racionalismo rechaza su tendencia totalizadora que sobrepasa sus propios límites: siendo la razón una expresión y producto de la vida misma, al pretender abarcar y agotar la totalidad de lo real exhibe una ceguera vital sobre los aspectos irracionales e incomprensibles inherentes a la existencia.


 
Por otra parte, Ortega toma distancia tanto del vitalismo biologicista, para el que la comprensión de la realidad humana no requiere más fundamentos que los biológicos, apostando por un sentido biográfico de la vida, como se aparta del vitalismo de Bergson en el que la razón enraíza en una intuición inmediata desde la vivencia interna.
Ortega propugna una razón vital: una razón expresión de la propia vida. Una expresión vital organizativa, siempre constreñida por los límites de lo irracional: una isla en medio del magma vital. Lo que lejos de arrumbarla a un segundo plano la vuelve imprescindible para pensar tales límites, para que la vida se piense a sí misma. La vida es la realidad radical, la raíz de lo real, sentencia Ortega: la razón deja de ser legisladora de la vida pero cumple el necesario papel de su imprescindible cronista.


Así, más fundamentales que las categorías de la razón pura, operan las categorías de la vida: sentirse vivir, ser con las cosas y los otros, y ser proyección de nuestra libertad.
Paralelamente al existencialismo de Heidegger, para quien el hombre es ser-en-el-mundo, arrojado a este, Ortega aclara que vivir es ser con las cosas, y así como según estos existencialistas somos proyecto –siempre proyectados hacia lo que queremos ser- Ortega nos definirá como perpetua futurición y quehacer respecto al mundo.


Finalmente, Ortega desembocará su raciovitalismo hacia una concepción de la razón vital como razón histórica: la realidad y la verdad vitales, siempre dinámicas y evolutivas, vienen necesariamente limitadas por el horizonte histórico de cada época, que marca sus puntos ciegos e imposibilidades así como su histórico preñarse de oportunidades. Como ocurre con nuestro aparato perceptivo que debe ser ciego a casi todo para seleccionar lo relevante y crear sentido, así opera el marco comprensivo de cada época histórica y cada cultura, afirma. Tanto en las ideas que pensamos como en el marco de creencias desde el que las pensamos, que forman el suelo nutricio de nuestro ser.
Ortega incluso descenderá a concretarlo al nivel de las generaciones históricas: la superación que cada generación efectúa sobre las perspectivas de las anteriores, tanto negándose a unas como reavivando otras en según qué casos.


En esta concepción final, Ortega en la misma línea existencialista sostendrá que no hay una Naturaleza humana, universal e inmutable, sino que somos radicalmente históricos: nuestra pertenencia a nuestra época y sus límites constituye nuestra radical esencia, nuestro fundamento espiritual.


8. El fragor de Nietzsche

 
En sus años de estudiante Nietzsche queda impactado por El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Este pionero del vitalismo defiende que el mundo es la expresión plástica, fenoménica, de una ciega e irracional voluntad de vivir que permea y alienta en las cosas. Esta voluntad carece de sentido o dirección alguna más allá de su propio expresarse y propagarse a través de los seres individuales, sus instrumentos desechables. Todo ser vivo es voluntad siempre insatisfecha, decepcionada y dolorosa. El hombre es el único capaz de hacerse consciente de la ausencia de finalidad o sentido de la vida: su carácter trágico. Se trata de una metafísica intensamente pesimista de la existencia. El goce estético, la contemplación de la belleza, nos libera del dolor de la existencia momentáneamente; pero la única salvación radica en la renuncia total al deseo, la voluntaria renuncia a la voluntad camino al nirvana (la nada) budista.
 
 
 
Nietzsche se abocará a una superación del pesimismo de Schopenhauer. Renegará de su claudicante negación de la vida para oponerle una visión creadora y afirmativa de ese carácter trágico. Preservará su convicción de que los conceptos filosóficos fundamentales no son ya el ser o la razón, sino la propia vida como insalvable horizonte de existencia, más allá de su mero sentido biológico: una fuerza irracional, instintiva y ciegamente creadora de la que se derivan nuestros valores humanos, nuestras decisiones, interpretaciones e ilusiones cognitivas. En especial, la ilusión metafísica típicamente occidental que instala lo racional en el corazón de lo real. La voluntad de vida schopenhaueriana queda redefinida y superada como afirmativa voluntad de poder: la tendencia universal de todo lo vivo a crecer superando obstáculos, a celebrar la propia vida en sus triunfos sublimadores del dolor (lo que remite a la potencia de ser y a la alegría entendida como apertura de posibilidades en Spinoza, a quien Nietzsche admiraba). El célebre sí a la vida nietzscheano: no pese a su carácter trágico sino precisamente por ello mismo.
 
 
 
Igualmente resulta difícil no escuchar los ecos de la triunfante concepción evolucionista darwiniana de la época, en la que el sombrío juego competitivo por los recursos y la reproducción premia con más vida y legado a los mejor adaptados (“Y no obstante hay grandeza en esta visión de la vida”, terminaba Darwin su Origen de las especies).
 


El primer Nietzsche, filólogo clásico, aborda su primer pensamiento original en su tesis doctoral: El nacimiento de la tragedia. Allí desmonta los prejuicios europeos heredados durante siglos, para los que Grecia simbolizaba la cuna del racionalismo, la mesura, el equilibrio, la simetría y la belleza proporcionada. Según Nietzsche, rasgos de su vertiente apolínea –rasgos del luminoso dios Apolo del conocimiento y la razón- en sus ciencias o artes plásticas glorificadas por el falsificador y cristiano Occidente, sin embargo ciego para su poderoso otro aspecto dionisíaco expresado en su arte trágico o en el espíritu de la música. Dionisos expresa la ebriedad y desmesura, la colectividad orgiástica frente a la diferenciada individuación: refleja el fondo incontrolable, oscuro e indiferenciado de la vida. En el ser humano implica las pulsiones animales que laten bajo los mentirosos ropajes culturales de civilización, racionalidad y contención –de nuevo el darwinismo y su polémica afirmación de que somos producto de la evolución animal; y décadas más tarde, la influencia de esta idea para el psicoanálisis de Freud-.

 

Después, la filosofía nietzscheana irá recorriendo el camino de una profunda crítica de los fundamentos de la metafísica occidental –crítica a la razón, a la moral, al lenguaje, a la ciencia- los cuales incardina en la tradición judeocristiana en conjunción con el platonismo: fuerzas espirituales decadentes que vinieron a degradar la exuberante vitalidad trágica de la Grecia presocrática. Con el racionalismo socrático-platónico aparecen los primeros signos de cansancio, y su fusión posterior con los valores cristianos desemboca en una concepción forjada desde instintos débiles, enfermizos, resentidos que se vuelven contra los propios valores vitales. Contra sí mismos.



En su Verdad y mentira en sentido extramoral Nietzsche se empleará en desmontar la creencia en las verdades objetivas reduciéndolas a meros engaños del lenguaje, ese “ejército de metáforas en movimiento”: un engaño que termina hipostasiando y cosificando tales metáforas en ilusorias realidades independientes y objetivas. Quedamos así atrapados en nuestras propias telarañas conceptuales y acabamos confundiendo nuestro mapa de conceptos con el fluido territorio. La estaticidad de los conceptos conduce a la ilusión de entidades estables en una realidad dinámica y conflictiva donde no existen tales. El concepto mesa nos hace creer que la mesa real es algo estable y no un proceso o devenir. En este punto Nietzsche expresará siempre su veneración por Heráclito, en tanto que filósofo del cambio, la contradicción y la guerra eterna.


Asimismo lo que en otros textos llama voluntad de verdad de los filósofos expresa, según Nietzsche, una ficción que esconde una soterrada voluntad de poder decadente. Sus conceptos momificados como ser, sustancia, causa, voluntad individual o yo en lo ontológico, o categoría, verdad o mentira en lo epistemológico, consisten en cáscaras o ficciones vacías que carecen de correlato real. El hombre es el animal que miente, dirá Nietzsche. La mayor mentira o ficción termina siendo la creencia en alguna verdad objetiva que oponer a las mentiras o ficciones tejidas colectivamente por el juego de voluntades subjetivas, expresiones diversas de la vida en pugna unas con otras. La razón es solo otro instrumento de dominación más.


Por tanto, la verdad pende de la perspectiva vital, no de un reino universal y objetivo. Finalmente todo es interpretación: una ficticia arquitectura de sentido en que se expresa lo real, siempre determinada por la posición y fuerzas vitales que atraviesan al sujeto vivo. Tras cada teoría filosófica, incluso científica, debemos rastrear los secretos aspectos vitales y biográficos que expresan, mediante lo que Nietzsche llama genealogía filosófica. 
En conclusión: No existe un punto de vista privilegiado, universal y objetivo, diferente a los que propicia la vida misma. Tal ha sido siempre la gran ilusión de la Razón de los filósofos: incluso la lógica será “la mayor de las ficciones”. El consenso conceptual mediante el que tratamos de domesticar y sistematizar una realidad indomeñable y caótica. 
Análogamente la ciencia juega a sus propias ficciones cuantificables, "ficciones útiles", y se enclaustra en el reduccionismo conceptual y matemático. Frente a los filósofos depreciadores de lo sensible y momificadores conceptuales de lo vivo, Nietzsche siempre alabará al artista trágico, dionisíaco, capaz de sublimar desde lo sensible mismo el fondo abismal de la existencia.



La Historia de la filosofía es la historia de un error que empieza con el intelectualismo y logicismo de Sócrates, sostiene Nietzsche, y que desemboca en un Platón que eleva las ideas al rango de originarias realidades objetivas y eternas, independientes del devenir o acontecer cambiante, que se limitaría a reflejarlas. Esta es “la ilusión del mundo verdadero” frente al “mundo aparente”, que en su trasfondo expresa un ánimo calumnioso contra la realidad sensible y cambiante, contra el dolor y el placer, contra la trágica finitud y el dinamismo creador-destructor de la vida. Un instinto débil e injurioso contra la única vida que hay tal como es realmente. Así, las características de ese presunto mundo verdadero –el mundo trascendente de las Ideas platónicas coronadas por el Bien, o del reino espiritual cristiano coronado por Dios- se obtienen ontológicamente por negación sistemática de las auténticas características de lo real, de la única vida. Si la realidad es finita, sensible, conflictiva y dinámica, está hecha de carencia y dolorosa tensión, esa realidad metafísica inventada se define por la atemporalidad, abstracción, quietud, plenitud o infinitud. Todo a lo que los filósofos llamaron Ser, condenando lo real y sensible a la condición de aparente o irreal engaño, y proclamando una soberbia e impostada condena y desconfianza de los sentidos.


 
En realidad, puesto que tales características del ser se obtienen por negación de lo real y existente, codifican las características de la Nada. Esta es la gran inversión ontológica y epistemológica del inmanentismo de Nietzsche negador de la vieja trascendencia metafísica, eje de su transmutación general de todos los valores. En ese sentido el budismo (“religión para hombres tardíos”) representa un nihilismo (sustento o afán de nada) coherente, mientras que el cristianismo atrapado en su mala fe no lo reconoce en sus propias entrañas.
De modo que al anunciar la muerte de Dios y la era del nihilismo, Nietzsche no solo establece la gran crisis moral de Occidente sino el comienzo del fin de un nihilismo metafísico que al fin se reconoce como tal, y que tras un duro vacío de postración anuncia que debe ser superado por un nihilismo trágico afirmativo y creador encarnado en la figura del superhombre.


 
También en este sentido metafísicamente contestatario puede entenderse en Nietzsche su Eterno retorno de lo mismo: como un símbolo de la santificación y eternización de nuestra existencia finita, sensible y cambiante, siempre despreciada por el platonismo occidental, en un ciclo eterno en que se reafirmaría infinitamente a sí misma. Cada una de nuestras vivencias se viene repitiendo desde siempre y para siempre. Habitamos ya nuestra eternidad.


 

7. De los errores de Descartes

 
En la incipiente era industrial y de la Revolución de la Ciencia Moderna el Universo, que los griegos entendían como un sistema orgánico, pasará ahora a leerse como una maquinaria determinista y calculable.
Para el Racionalismo moderno el conocimiento matemático sigue constituyendo el paradigma o modelo de conocimiento racional, respecto al cual referenciarse cualquier saber que se pretenda riguroso. Pero ahora no se trata solo del saber geométrico griego sino también del análisis y el álgebra modernos, a cuyo lenguaje analítico el propio Descartes tradujo la geometría con el desarrollo de su sistema de ejes cartesianos, y que se integra como herramienta básica de la revolución científica coronada por la Física de Galileo, Kepler y Newton.
La cuestión del método (camino organizado y riguroso) para acceder a la verdad adopta un protagonismo no solo instrumental sino sustancial en la filosofía de estos autores, como lo había sido para Platón. Spinoza escribe su monumental Etica “demonstrata more geométrico”, a la manera de la Geometría de Euclides: partiendo de un puñado de definiciones y principios deduce rigurosamente el resto de verdades filosóficas (como en los Elementos de Euclides a partir de los axiomas se deriva deductivamente el conjunto de teoremas).


En general, lo común a estos racionalistas modernos es la convicción de que el edificio del conocimiento puede derivarse de unos pocos principios universales y autoevidentes (su verdad no depende de verdades previas sino que emana y se sustenta en ellos mismos). Así el racionalismo moderno prolonga del racionalismo griego la confianza metafísica en el carácter inteligible de la realidad: lo cual permite conocerla, captarla en profundidad mediante el uso de la Razón.
Galileo afirmará que el universo está escrito en lenguaje matemático y que conocerlo es conocer la Mente divina, con la que compartimos innatamente tal capacidad. El mismo innatismo de estos filósofos racionalistas. Este pitagorismo moderno establece que las propiedades primarias y objetivas de las cosas son de carácter matemático, y el resto de cualidades sensibles son secundarias y subjetivas. La metáfora del Dios-Ingeniero / Universo-Maquinaria resume la potente influencia en las nuevas ideas de aquellos ingenieros renacentistas como Leonardo, que habían diseñado y mejorado transporte y maquinaria de guerra para los príncipes expansionistas, la base tecnológica para la posterior colonización europea del mundo.


 
Leibniz, como Descartes gran matemático además de filósofo, desarrolla el cálculo diferencial en paralelo al de la Mecánica de Newton (conservándose hoy su notación) y como buen racionalista sueña con un lenguaje lógico universal que permita dirimir los debates de manera mecánica y deductiva (no discutamos señor: calculemos), lo que le convierte en precursor de la lógica moderna y la inteligencia artificial.
Habrá que esperar al siglo XVIII para que el tradicional empirismo anglosajón, que venía ya desde el Medievo y renace con Locke en este S. XVII, logre eclipsar y oponer un sistema de pensamiento escéptico respecto al racionalismo totalizador de estos sistemas filosóficos, desde una mentalidad empírica y práctica basada en las ciencias naturales y sociales, e industrias y tecnologías que pondrán las bases de la Revolución industrial británica y su supremacía colonial-imperial: una actitud antimetafísica y tecnófila que imitarán los ilustrados franceses de la Enciclopedia.



Descartes parte de una concepción unitaria de la Razón y establece la unidad de Razón y método. Aquella revolución científica del S.XVII prorrumpe en una creciente diversificación de múltiples ciencias particulares pero la Razón es única y troncal: la misma y común para todos los hombres y ramas del conocimiento (por definición, dice Descartes, el sentido común es el más repartido de los sentidos o facultades). Por tanto resulta ineludible conocer su estructura y funcionamiento. Quien esté interesado en el desarrollo racional debe entregarse al análisis filosófico antes que a cualquier ciencia particular, afirma Descartes.


En sus Reglas para la dirección del espíritu establece las bases de este análisis. El conocimiento racional parte siempre de la intuición: la captación inmediata de las naturalezas u objetos simples inherentes a la Razón, los inmediatamente derivados de la propia luz natural de la Razón. Las ideas más básicas y universales, incluso constitutivas de la Razón misma. Descartes afirma que se distinguen por su claridad (su captación nítida) y distinción (su diferenciación lógica sin mezcla de otras ideas). A partir de estas intuiciones autoevidentes la Razón opera por deducción -en largas cadenas de intuiciones conectadas lógicamente- hacia los conceptos más complejos en una suerte de Mecánica mental con sus propias leyes, análoga a la del Universo mecánico en que los átomos simples componen estructuras complejas siguiendo leyes físicas. El dinamismo interno del conocimiento recorre así la escala simplicidad-complejidad en ambos sentidos: mediante el Análisis alcanza primero lo más simple y general desmenuzando lo complejo; y luego desde ahí reconstruye deductivamente lo complejo ya depurado, mediante la Síntesis.


 
Descartes en efecto adapta para la filosofía el viejo método de los geómetras del análisis-composición. En la parte II del Discurso del método Descartes vuelve a incluirlas entre las cuatro reglas del método: Primera la exigencia de evidencia, el cuestionamiento y depuración de aquellas ideas confusas o dudosas: he aquí el escepticismo metódico. Segunda regla, el Análisis. Tercera, la Síntesis. Y por último, como cuarta regla el recuento o repaso de los pasos previos para garantizar la ausencia de errores. Procedimientos metodológicamente inspirados en la Lógica y el Análisis matemático, ciencias de las que Descartes afirma en esta parte II o que adolecen de conducirnos siempre a resultados ya conocidos, o que nos pierden en la abstracción simbólica, mientras que ahora se enfoca con un afán filosóficamente constructivo.
 

En la parte IV del Discurso del Método, Descartes resume el proceder de la Duda metódica en busca de una certeza incuestionable. Se trata de poner en cuestión todos los saberes heredados por tradición, someter individualmente toda opinión al tribunal de la Razón –como suscribirá Kant- lo que convierte a Descartes en el símbolo inaugural y referente del libre examen racional para la posterior Ilustración librepensante del siglo XVIII. En todo caso el objetivo de tal escepticismo es metódico y meramente instrumental: obtener por eliminación una idea que resista a cualquier sombra de duda, un conocimiento indudable.
Descartes comienza dudando del testimonio de los sentidos: todo cuanto percibimos podría ser un ilusorio delirio de mi mente, o un sueño vívido del que aún no despertamos –una idea muy del Barroco: la vida es sueño para Calderón, una historia narrada por un idiota llena de ruido y furia sin sentido, según Shakespeare, para Pascal un rey que siempre soñara ser un mendigo es lo mismo que un mendigo que siempre soñara ser rey-.


Descartes afianza así la vieja desconfianza racionalista sobre los sentidos. El empirista Ayer le replica en el siglo XX: solo podemos saber que los sentidos nos engañan a veces porque hemos contrastado esa información errónea con otra fiable ¡que proviene de los mismos sentidos! Luego se deduce lo contrario: de saber eso es porque los sentidos proporcionan información válida el resto de ocasiones. 


Más radicalmente aún, cuestiona incluso la evidencia de las verdades matemáticas postulando la posibilidad hipotética de un genio maligno que nos engañara al respecto. Llegado a ese punto de escepticismo radical, entonces Descartes se percata de que en este fingimiento de inexistencia de todo queda un poso del que no cabe dudar: la existencia del sujeto que piensa, duda o finge todo eso. Existe en tanto que pensante. No se puede lógicamente dudar de estar dudando, dudar de existir mientras se piensa o duda. El célebre cogito ergo sum (pienso luego existo), de inspiración agustiniana, se convierte en esa piedra angular desde la que edificar el resto de verdades, además de servir de prototipo de idea clara y distinta con que compararse el resto.


Pero seguimos sin tener certeza de la existencia de un mundo material externo a mi mente, incluido mi cuerpo, o de la existencia de otras conciencias. En todo caso Kant afirmará un siglo después que a toda representación de la conciencia le viene adherido el yo pienso como un trascendental.
Para escapar del solipsismo (solo existo yo y el resto son productos de mi mente) Descartes trata de demostrar la evidencia de la existencia de Dios, que anuncia tan primitiva e inmediata como la del sujeto que piensa. Para ello empleará varias vías. La idea de Dios implica una realidad infinita, luego no puede haber sido generada por mi mente finita, sino que su origen debe residir en una causa infinita: solo Dios puede haber inoculado la idea de sí mismo en nuestras mentes. Descartes incide además en la convicción neoplatónica de que lo imperfecto y finito se define por negación, ausencia o recorte en nuestras mentes de esa idea de perfección o infinitud. Otro argumento clásico que emplea es el argumento ontológico del medieval Anselmo –si Dios es lo más perfecto que puedo concebir, debo concebirlo como existente por definición: negar su existencia sería contradictorio- en el cual se pretende deducir la existencia a partir de la esencia o definición de Dios.


 
Una tentación idealista, según estamos viendo, que resulta muy afín al racionalismo metafísico: lo hará Spinoza deduciendo toda existencia a partir de la definición de sustancia infinita y cabe remontarlo a Agustín y los neoplatónicos. Igualmente Descartes distingue entre res infinita (Dios) en cuya bondad cabe confiar para asumir la existencia de un mundo material externo obra suya, y la sustancia o res finita derivada de ella, que el dualismo cartesiano diversifica en dos: la res cogitans (sustancia mental o pensante) y res extensa (sustancia material extendida en el espacio, ese espacio geométricamente uniforme en un universo mecanicista y calculable matemáticamente). El problema de este dualismo cuerpo-mente será cómo conectar pensamientos con acciones corporales: la hipótesis cartesiana será que la glándula pineal del cerebro hace de interfaz entre pensamiento y materia.
 
 

En resumen, el punto de partida de Descartes radica en el análisis de los ingredientes y procesos racionales, desde los cuales y solo desde ellos acceder fiablemente a la estructura de lo real: aspira pues a la verdad ontológica desde la sólida base del análisis epistemológico. En dicho análisis vemos cómo ya se perfila tácitamente el innatismo: existen verdades inherentes y connaturales a la Razón misma, previas a toda experiencia y que son el suelo sólido sobre el que edificar el conocimiento, algo que terminará de justificar su Discurso del Método. 


 
Podemos comprobar además en Descartes el inaugural giro subjetivista moderno frente al objetivismo ontológico de los antiguos: el análisis filosófico trabaja ahora en torno a las estructuras de conocimiento del sujeto pensante, en lugar de partir de las propiedades objetivas de la cosa conocida. Las ideas designan a partir de la Modernidad contenidos mentales y no realidades independientes de nuestro pensar: para Descartes poseen objetividad en tanto que portan un contenido representativo, al tiempo que conllevan una dimensión subjetiva ineludible como meras realidades mentales del sujeto. Distinguirá, junto con las ideas innatas, entre adventicias (las que advienen de los sentidos) y facticias (fabricadas por combinación artificial de otras previas).
Entre las ideas innatas, las racionalmente fundamentales, Descartes incardina su propia existencia pensante y la existencia de Dios que hemos visto que se seguirían de la propia luz racional. Y para las realidades materiales y mentales el papel de fundamentos lo cumplen las ideas de espacio y tiempo -cualidades matemáticas o primarias que nos quedan después de eliminar el aspecto secundario, sensitivo de las cosas- que serán precisamente los a priori perceptivos para Kant. Así como los conceptos de materia y movimiento serán los ejes básicos, según Descartes, para explicar físicamente ese universo material y mecánico.
 
 
 
Chomsky prolonga en la segunda mitad del s. XX, además de una convicción dualista cartesiana, la rama lingüística del innatismo con su revolucionaria gramática generativa, que presupone una base de universales y estructuras lingüísticas común a todas las lenguas humanas, algo que la neurociencia apoyará décadas después. La misma neurociencia que estudia seriamente hoy la posibilidad de que la idea de Dios sea innata pero que le replica a Descartes la idea de la unidad cerebral en una sede del yo: nuestro cerebro es modular, y nuestro yo deja de consistir en un puesto central de control y se convierte ahora en un precipitado de diversos módulos y herramientas cerebrales negociando colectivamente (Damasio: El error de Descartes).

 

viernes, 5 de julio de 2019

6. Fundamentaciones éticas

 
Los derechos humanos son un ideal de la razón. De inspiración ilustrada, se radican en la convicción de un principio racional de la filosofía práctica: la igualdad de todos los seres humanos con independencia de sus contingencias culturales, raciales, sexuales, etc. Igualdad en valor y dignidad. Lo expresa esa formulación resumitoria del imperativo categórico kantiano: trata al otro como un fin en sí mismo, no como un medio o instrumento de tus intereses egoístas.
 
 
 Dos esferas radicalmente separadas desde la modernidad cartesiana resuenan en Kant. El reino de la necesidad, regido por implacables leyes naturales, gobernando el cielo estrellado como nuestros impulsos biológicos, y el reino de la libertad moral del espíritu. Esta libertad es un trascendental, condición de posibilidad de la moralización del mundo hasta transfigurarlo en el reino de la libertad y dignidad humanas. Un ideal de eterna persecución, un horizonte. El núcleo del anhelo político ilustrado. Llegará a convertirse en en el fin de la Historia hegeliano décadas después.

 
Pero ya Antifón, contemporáneo platónico, había reseñado la diferencia entre physis y nomos, entre ley natural inquebrantable y ley moral que bien podemos infringir. 
Cabe remitir este principio de igualdad moral a la filosofía moral de Sócrates en contraposición al cinismo de la segunda hornada de sofistas, que defendían como natural el dominio y explotación de los poderosos sobre los débiles. Sócrates se cuestionaba aquí la condición natural de tal diferencia. Nacemos iguales, cualquier ser humano es intercambiable con cualquier otro en sus respectivas posiciones sociales sin afectar a su esencia común. Y en todos los casos, mejor padecer injusticia que cometerla, desde el patrimonio moral común a la humanidad.
Lo avala algo tan natural y fundamental en los mamíferos superiores como es la empatía: el otro eres tú mismo.
La teoría de juegos declara óptima la estrategia basada en la reciprocidad, espejear el uno del otro, para lograr los mejores resultados posibles, estrategias estables y robustas, en una sociabilidad que esconde en cada transacción humana un dilema del prisionero.

 

Cualesquiera dos humanos andan dotados del mismo principio divino de la razón, de la conciencia que primeramente, para Sócrates, es conciencia moral. En efecto, la conciencia siempre es social, a través de otros. Y se educa y perfecciona, según el democrático Sócrates. Platón, su discípulo nobiliario más cercano al aristocratismo espiritual innato, lo ejemplificará con ese Sócrates que demuestra a Menón la capacidad racional común entre el esclavo interpelado racionalmente y cualquier ciudadano griego libre. Ambos son partícipes de esa luz divina de la razón en el humano. Esto tan destacado últimamente por el filósofo moral Fernández Liria.
 
 
Para Aristóteles como para su representante medieval Tomás de Aquino, los principios axiológicos y normas morales poseen un fundamento en la naturaleza humana. En concreto, Tomás preanunciará el iusnaturalismo, doctrina fundamentadora del derecho positivo. Difieren de la posterior ética formal kantiana en que teorizan una ética material, cuyo contenido último es la persecución del bien. A partir de la definición del bien que le es propio a cada ser en el organigrama natural, he aquí esa fundamentación natural de la moral, tratan de deducir el conjunto de reglas éticas propias de la Humanidad.
Lo mismo que en el conocimiento científico en Aristóteles: los primeros principios generales, nous, se desarrollan racionalmente en principios y conocimientos específicos de cada ciencia en una articulación racional, la episteme. Y de la fusión de ambas, principios filosóficos y principios de las ciencias particulares, se obtiene la sophía, la sabiduría, por cierto.
El saber ético exhibirá sus propias virtudes y funciones como las ciencias naturales las suyas.
En su concepción, la razón no se opone a una necesidad mecánica natural, como para los modernos Descartes o Kant, oponiendo espíritu a naturaleza, moral a ley natural, sino que presuponen su conciliación imperiosa. La razón para ellos refleja el culmen de una Naturaleza de contenido último divino.
Primatólogos como F. de Waal nos enseñan que existiría una moral universal común a humanos y otros primates. También estos muestran conocimiento de la equidad y reaccionan ante la injusticia.  
 

 
Para Maquiavelo, Hobbes o aquellos últimos sofistas, no existe más ley moral que la del éxito en la obtención del poder social, y los ideales éticos constituyen apenas una declaración de deseos, una idealización y racionalización inerme de los desfavorecidos naturales. Un principio que parte de la radical desigualdad natural entre humanos, certificada por la desigualdad social. Lo que a partir del siglo XIX se denominó darwinismo social.
Ese es el material limitado sobre el que educar en la ilustración moral de la sociedad siguiendo principios racionales, una gesta de difícil culminación fáctica, proseguirá Kant. Por ello un ideal siempre en marcha.
 
 
Ese realismo descarnado de Juego de Tronos: la sociabilidad humana reside en última instancia en las luchas inacabables por el poder a costa de otros. Contra esto debe interponerse el ideal superior del espíritu, de la razón: eso es Kant.
El empirismo de Hume y antecesores emotivistas preferirá fundamentar la moral en las emociones, naturales, antes que pretenderla una consecución del proceder racional, como luego pretenderá Kant. Aprobar y desaprobar no son demostrar o refutar, alegará Hume.
Kant sí le secundará, no obstante, en su denuncia de la falacia naturalista, la propensión de deducir el deber ser del ser, las cuestiones de derecho de las cuestiones fácticas. A distinguir la forma moral de la configuración habitual de los hechos.
 

 Rousseau se opondrá a esta visión del humano malo por naturaleza defendiendo una bondad natural previa a un ficticio contrato social, inocencia original que el orden social existente tiende a degenerar en violencia y maldad social. Inspirado en el mito del buen salvaje de Montaigne y otros intelectuales del primer colonialismo europeo.
Inspirará a su vez al socialismo y anarquismo posteriores en su confianza en la naturaleza humana una vez emancipada de estructuras económicas y sociales perversas, en aras a una sociabilidad basada en los derechos naturales del individuo en la colectividad, y de la colectividad en el individuo.
Atención: de Kropotkin a la ciencia de Margulis, que defenderá contra el neodarwinismo del gen egoísta, de filiación liberal que prepondera la competencia generalizada, la aseveración de que en la naturaleza la cooperación predomina sobre el conflicto y la depredación.
 
 
Mucha de esta discusión ética secular quedó revelada empíricamente en el célebre experimento de la cárcel de Stanford, del psicólogo Lombardo, que se preguntaba por el poder condicionante del entorno sobre la moralidad individual.
Así como Kant habría enarbolado su texto sobre la ilustración como paso de la minoría de edad moral, heterónoma, a la mayoría de edad autónoma, emancipada de la determinación moral de los expertos, con los resultados del previo experimento psicológico de Milgram.
 
 

jueves, 4 de julio de 2019

5. El pensamiento arcaico


Es un eje común del primer pensamiento lógico en Occidente: bajo el mundo múltiple subyace una unidad de partida. Y como dijimos, de llegada. No cabe concebir nada exterior a ese circuito del ser y sus representaciones.
 
 
Ergo partimos de la plena conciencia de que vivimos inmersos en una trama de apariencias que representan lo real. Nacen de su expresión y regresan su seno. Son reales en tanto que vinculadas a la sustancialidad originante de la que forman parte, en férreas cadenas parmenídeas o heraclíteas.
 
 
Lo decía Anaximandro: de allí de donde surgen las cosas allá vuelven, y pagan su injusticia, su asimetría de existir las unas a las otras siguiendo el orden del tiempo, su ley inexorable, también su ritmo armónico señalado por Pitágoras: pero a partir del conflicto, de la contradicción dialéctica de Heráclito.
Igualmente lo decía Parménides del recorrido circular de la verdad redonda, que llevaba místicamente a cabo en carruaje fastuoso (como luego lo será el del alma en Platón).
 
 
Todos ellos buscan un arjé, origen y fundamento de la multiplicidad de los seres. En este sentido original cabe entender este pensamiento como arcaico, y así se ha hecho a lo largo del siglo XX siguiendo a Nietzsche. Prístino y salvaje. 
 
 
Los materialistas milesios se centran en la materialidad de ese origen. Como grandes naturalistas anticiparán la evolución geológica y la animal, incluso la tesis antropológica que no renacerá hasta veinticinco siglos después de que pensamos porque estamos dotados de manos con un pulgar oponible para manipular el entorno y extraer su información. En esta línea los atomistas ponen las bases de lo que será la comprensión de la física moderna y entienden el pensamiento como una interacción atómica, energética entre entorno y configuración nerviosa.
 
 
Los más lógicos, apegados al logos en tanto razón, medida, concepto universal, discurrirán en términos de un principio lógico de sentido en todas las cosas, la inteligencia abstracta que las permea, que arquitectura los fenómenos en tales férreas cadenas. Parménides, Heráclito, Pitágoras: el logos que todo lo articula, el principio unificador que las distribuye y engarza. Lo real en la interioridad común de todas las cosas es fundamentalmente inteligible, al tiempo que conflictivo y tormentoso. Heráclito repara en la naturaleza catastrófica del universo, somos residuos de un universo energético y furioso en su expansión, "basuras al azar", rescoldos apagados de estrellas muertas violentamente, sabemos hoy.
El ser sin opuesto lógico posible ni pensable. Y el juego de azar y necesidad se difunde a través de su expansión apariencial, en forma de una armónica naturaleza emergida del conflicto de los contrarios, de una tensión insuperable en el corazón del mundo. El juego del dios que lanza los dados, nos dirá el clásico, tal y como lo recogerá Nietzsche.
 
 
El momento inaugural en que el ser brilla por sí mismo ante la conciencia griega, nos dirá un enfebrecido Heidegger.
Pero en definitivas cuentas el momento inaugural de las bases del conocimiento universal que hoy llamamos científico. Que nunca dejará de estar ligado al arrebato de grandes intuiciones de origen místico. Eso es lo que un positivismo decimonónico que aún arrastramos, de lógica de vía estrecha y vuelo gallináceo puede habernos hecho olvidar.


Pensémoslo en el propio mito de la caverna platónico. Frente a la doxa mayoritaria de la que nos precavía Parménides, basada en el mero saber empírico respecto a sombras, reflejos, está la episteme, conocimiento cierto y objetivo de los universales, que se especializa en dos escalones sucesivos: el pensamiento lógico-discursivo (dianoia) que recorre el paraje de las realidades y verdades matemáticas eternas, el reino de lo lógico y cuantitativo en la base de la pirámide de las Ideas: los reflejos de la realidad en el agua o a la tenue luz de la luna. Y al fin el pensamiento dialéctico mediante el que se asciende a la contemplación directa, la intuición (noesis) de los objetos exteriores, las Ideas cualitativas como Belleza o Justicia: un eventual hospedaje en lo eterno antes de volver a caer desde la abstracción en la prisión material y temporal del confuso cuerpo (el regreso a la caverna).
Es obvia la carga místico-meditativa camino de la iluminación de esta concepción platónica. El instante en el corazón de la temporalidad en que el creador, filósofo, artista, científico, contempla de un solo golpe de vista la verdad unitaria, que encaja todas las piezas del puzzle dispersas durante muchos años de tanteo ciego, en una sola visión (eso significa idea en el griego platónico).

Mozart aseguraba tener sus óperas ya montadas en la cabeza de una sola vez, El resto era garabatear trabajosamente.


O cómo la unidad de partida, que era nuestro punto de partida, procede a su desarrollo serial, espaciotemporal. Para que luego los oyentes nos acerquemos en el éxtasis musical a ese instante de plenitud original de nuevo, que nos expulsa del tiempo del resto de las cosas. Nos devuelve propulsados al origen pleno y redondo de la obra, múltiplemente armónica. Por ponernos pitagóricos, para quien el universo era música. Y la música, matemáticas.





 

4. La caverna del mito


Einstein, remarcando su vena filosóficamente racionalista, afirmaba que lo realmente incomprensible del universo es que se deje comprender, que vivamos en un universo comprensible o inteligible. Es decir, reducible a un fundamento racional expresable en leyes y ecuaciones. Comprimible su información esencial en un puñado de ideas físico-matemáticas.


El cosmólogo Martin Rees escribía hace unos años que solo se necesitan seis números o valores para la receta de construcción de un universo, y de determinado equilibrio entre estos números depende que ese universo pueda desarrollar materia, vida y eventualmente observadores inteligentes en su seno. Algo que haría las delicias de Pitágoras y el propio Platón.


El matemático J. D. Barrow apela hoy al principio antrópico: de nuestra existencia de seres inteligentes cabe deducir determinadas características de un universo inteligible (aunque lo fuera parcialmente). Todo ello sigue siendo una manifestación contemporánea del optimismo racionalista: podemos entender las entrañas de lo real porque lo real es inteligible y nuestro entendimiento procede de dicha inteligibilidad.


El platonismo sensu stricto se ha conservado intacto principalmente entre los matemáticos, como Frege, que suelen defender la realidad independiente y objetiva de entidades y estructuras matemáticas. No cabe suponerlos meros productos de la mente humana.  Gödel pretende en el siglo XX haber demostrado con su famoso teorema de incompletud que las verdades matemáticas no se dejan reducir al lenguaje simbólico con que las expresamos, que jamás llega a agotar su realidad. 
 

Por otro lado, tenemos la afirmación racionalista de que la experiencia humana suele moverse entre sombras, falsas percepciones, opiniones y prejuicios que mantienen a los hombres en una burbuja de irrealidad, o de realidad falseada, artificial y prestada. Tal es el sentido del mito de la caverna platónico. 



Lo cual desde luego posee una clara lectura política –el teatro de sombras que es la política- para el ciudadano de nuestras sociedades mediáticas, encadenado al bombardeo propagandístico y publicitario que respiramos como medioambiente, que impone ubicuamente interpretaciones, códigos, valores o patrones. Y mantiene a la ciudadanía alejada de las verdaderas cuestiones importantes. Este tipo de análisis lo vemos recuperado en el Orwell de 1984 o en el propio Chomsky, quien suele citar al filósofo norteamericano Dewey: la política son las sombras que arrojan los grandes negocios sobre la sociedad.   

 
En su vertiente ontológica esta idea ha tenido repercusiones contemporáneas tanto en la propia especulación filosófico-científica actual como en el cómic futurista y sus versiones cinematográficas. Matrix representa el símbolo de todo un elenco de películas posteriores que juegan con la idea barroca de vivir en una simulación, o quizás en un sueño más o menos organizado.
Paralelamente está la especulación de cosmólogos cuánticos como Wheeler, quien escribió hace unos años Its from bits (cosas hechas de bits). En un claro idealismo de corte actual, defiende que la realidad es de carácter informacional, resultado del procesamiento del enorme ordenador cuántico en que consiste nuestro universo.


¿Podríamos vivir en una simulación virtual, hecha de información? ¿Podríamos llegar a saber desde dentro de la simulación que vivimos en una simulación? ¿Y cómo? Tales cuestiones reverberan especulativamente en las últimas décadas literario-cinematográficas de esta incipiente era de la información, promovida por la revolución tecnológica de la informática y las redes.
Que, por cierto, tiende a perpetuar el viejo dualismo racionalista en la actual oposición hardware-software (formato material-información). No lo olvidemos del todo.


Aristóteles aliviaba este dualismo radical en su maestro Platón con su doctrina del hilemorfismo. La realidad natural resulta una composición irreductible de materia y forma. El intelecto capta la forma general en cada objeto, pero ese proceso ocurre en medio de un fundamento material común a intelecto y objeto, sistema nervioso y complexión de estímulos.
Esto nos lleva a los precursores fisiólogos de ambos, los buscadores de ese arjé, principio o fundamento, y origen de todas las cosas múltiples, a cuya unidad originaria terminan regresando en innumerables ciclos.
Pero esto nos reenvía a otra digresión diferente. Al menos pretende compensar el idealismo racionalista clásico de esta entrada, con el poso ineliminable de la materialidad, o al menos sustancialidad de la que parte todo cuadro informativo, la arquitectura de todo fenómeno.